Hugo Avilés

En innumerables ocasiones se ha discutido cuál debe ser la función del arte en tanto que factor incidente de la sociedad y las y los individuos que la conforman. Por un lado, están quienes opinan que el arte no debe estar condicionado a ningún sesgo ideológico, sino que debe expresar estrictamente sus cualidades estéticas y a través de ellas movilizar sensaciones y emociones de quienes lo consumen; por otro lado, están quienes consideran que, por el contrario, el arte debe ser un vocero de los acontecimientos históricos y reflejar las tensiones sociales e inclusive comprometerse en la proposición de soluciones a las problemáticas que aborda.

Como ejemplo de esta dicotomía en nuestro universo cultural valga recordar la célebre confrontación que tuvieron en su tiempo los escritores Pablo Palacio y Joaquín Gallegos Lara, representante el primero de una propuesta vanguardista y experimental disruptiva en contenidos y estilos; el segundo, en cambio, cultor del llamado realismo social con el que cumplía el carácter doctrinario de su pensamiento político.

Es imposible abstraerse de los sucesos que discurren en un tiempo y un espacio determinados. Para ir contextualizando, a nadie le es ajeno el clima social que está viviendo el país en general, y algunas de sus ciudades en particular, Guayaquil una de ellas. En al menos una ocasión deben haber aparecido entre los temas de nuestras conversaciones tópicos como: inseguridad, delincuencia, sicariato, desgobierno, pobreza, desempleo y otros tantos adjetivos con los que intentamos calificar el momento aciago que vivimos ante la dificultad de entenderlo y en espera de nuevos y mejores vientos.

Es innegable que nuestras vidas se transversalizan por lo que la sociedad nos entrega y nos esforzamos por encontrar diagnósticos y remedios en los líderes de opinión, en los noticieros, en la internet, en el comentario de vecindad, y, ante la incertidumbre terminamos atrapados en la trama de alguna película, las páginas de un libro, la letra de alguna canción, los trazos y colores de alguna pintura, los personajes de una obra de teatro, el movimiento de una pieza de danza, entonces estamos pisando territorios del arte.

¿Cuál es la función social del arte? ¿Se debe el arte a una misión social? No es cometido de este texto dar respuesta a estas y otras tantas preguntas que el asunto podría derivar, pero sí interesa plantearlas, pues en el ejercicio de su reflexión puede estar oculta, si no la solución al problema, al menos una actitud de parte de la ciudadanía y, sobre todo, de la comunidad de artistas.

El arte no se produce solo, necesita de la intervención de una persona, o personas, que persigan la intención de transformar sus componentes sensibles y sus lenguajes expresivos en códigos creativos que no solo puedan ser decodificados por quienes los observan y aprecian, sino que modifiquen su conciencia humana a través de la generación de emociones, sensaciones, entusiasmo y pensamientos. ¿De dónde toma el y la artista los motivos que van a nutrir sus creaciones artísticas? De su entorno, bien pudiendo ser un paisaje, una relación, un conflicto, una situación, inclusive hasta un mito. Es el y la artista
quien tiene la potestad de elegir los estímulos que van a reflejarse en su arte, y ahí radica un factor gravitante que genera otra interrogante ¿Bajo qué criterios elige cuáles van a ser los parámetros de su visión artística? ¡Porque elegir es un acto político! Esta condición otorga al artista una jerarquía adicional a la que ya pertenece como ciudadano y como ciudadana, y lo asciende a la de un habitante de la polis cuyas decisiones pueden llegar a ser determinantes en el ejercicio del poder.

En consecuencia, todo artista, independientemente de su inclinación ideológica, resulta ser un sujeto político. Frente a esta responsabilidad el arte actual guayaquileño debería estar plagado de productos que nos hagan volver los sentidos y el pensamiento a la notable cantidad de temas álgidos y preocupantes que nos acechan día a día.

En boca de más de un y una artista suele escucharse este razonamiento: “Si la realidad es bastante dura y trágica, para qué la vamos a mostrar en el arte que hacemos”, y penosamente ese es el sentir que se le transmite al público, cerrando así un ciclo de consumo en el que la oferta es insustancial y banal, porque la demanda es multitudinariamente evasiva y distractora. Tal pareciera que el axioma es: “¡El que piensa pierde!”.

Es curioso, pero en nuestra ciudad no se reconoce un movimiento “underground” de creación artística en el que la actitud mandante sea lo contestatario y en el que la inconformidad sea el detonante para complejizarse permanentemente con la seguridad que en el desarrollo del conflicto está escondido el hallazgo de la solución, o por lo menos los indicios del cambio.

Es como si pensar e ir más allá de lo evidente e inmediato nos doliera y preferimos evitar el dolor; el punto es que atrás de esa benevolente intención está toda una sociedad, la que el filósofo surcoreano Byung Chul-Han llama la “sociedad paliativa”, aquella que nos convence recurrentemente al positivismo, eficaz placebo para anestesiarnos, gracias al cual todo fluye, todo transita rápida y uniformemente para impedir conflictuarse sobre la situación política, porque significaría que el flujo se interrumpe, que no puedes producir rápidamente si te detienes a pensar en qué y para qué produces, más aún si eres artista.

El tiempo y la historia son implacables jueces de nuestras acciones sociales, ya nos tocará en años venideros mirar hacia el pasado para continuar construyendo un presente de cuyo relato seremos absolutamente responsables.

 

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