Norberto Emmerich

El día de muertos fue una oleada de violencia y caos en Ecuador. Nuevamente el gobierno decretó el estado de excepción en dos provincias después de una sucesión de varios atentados y revueltas en las prisiones, que produjeron la muerte de al menos 5 policías.

Las bandas de los Lobos y los Tiguerones libraron una batalla nacional contra las fuerzas de seguridad para evitar el traslado de sus miembros presos en la Penitenciaría del Litoral y en la cárcel de Esmeraldas. El epicentro de la violencia se dio en Esmeraldas, en la frontera norte del país, y en Guayaquil, la ciudad más importante del litoral.

Se trató de posibles traslados de prisioneros alojados en los pabellones 8 y 9, liderados por las bandas criminales de los Lobos y los Tiguerones, que dicen pertenecer al mexicano Cártel de Jalisco Nueva Generación.

Por ello la embajada y el consulado de Estados Unidos en Ecuador emitieron una alerta de seguridad en virtud de los hechos violentos ejecutados por “grupos criminales transnacionales y pandillas locales”.

Los medios de comunicación en Ecuador afirman cada vez con mayor frecuencia que los grupos criminales estarían presuntamente ligados al Cártel de Jalisco Nueva Generación (CJNG), “el cual ha expandido su presencia más allá del territorio mexicano, en su búsqueda por ampliar el mercado transnacional de drogas”.

Los comunicados emitidos por las bandas criminales alzadas sostienen que el director del SNAI, Guillermo Rodríguez, está “vendido” a los líderes de los Choneros, la otra gran organización criminal ecuatoriana.
La disputa entre bandas se daría por el control de la ruta de tráfico de cocaína hacia Estados Unidos, como si fuera una réplica envidiosa de la conocida guerra entre el Cártel de Juárez y el Cártel de Sinaloa en la frontera norte mexicana.

Corre el rumor de que el director del SNAI ha negociado un buen precio por cederle el control de los pabellones 8 y 9 a los Choneros, provocando la represalia de las bandas que tienen a sus jefes recluidos en dichos pabellones.

Entre tanta sobreabundancia de información conviene separar la paja del trigo, algo relativamente sencillo de hacer en este caso.
Cualquier persona con algo de experiencia en seguridad sabe que el traslado de presos del crimen organizado es una operación de extrema delicadeza. Lo sucedido en el año 2006 con el Primer Comando de la Capital en San Pablo, Brasil, debería ser suficiente advertencia. Si el traslado fue una decisión política y no una corrupta venta de plateas preferenciales, demuestra la ignorancia y desaprensión del decisor sobre esta cuestión.

Si el traslado de presos es una necesidad lógica de una política penitenciaria sana, en la medida que conviven delincuentes comunes con delincuentes de alto perfil, lo sensato es trasladar a los delincuentes comunes de bajo perfil, que no producirán crisis. Así se logra un perfilamiento de seguridad homogéneo para las penitenciarías que alojan poblaciones del crimen organizado.

La reiterada insinuación de la vinculación del CJNG mexicano con las bandas locales es un exabrupto sin mucho sostén real. Los carteles mexicanos no tienen necesidad de “extender” físicamente sus brazos hasta Sudamérica, como si todavía estuviéramos en la baja Edad Media donde el poder real era el poder físico y no en el siglo XXI donde el poder real es además el poder simbólico. En concreto, las pandillas ecuatorianas cargan con todo el esfuerzo logístico y humano, mientras hacen creer que son “parte de” una organización superior. Hasta que no se dirima quien manda en el “patio chico” el CJNG no tomará posición.

Dicen que para entender al crimen organizado hay que entender primero al Estado moderno y su matriz todavía presente de creación ilegal de riqueza. Las acusaciones respecto a la “venta” de los pabellones 8 y 9 pueden ser el motor principal de estos acontecimientos, más allá de las rutas del narcotráfico internacional, las bandas y los enfrentamientos. Cuando el Estado de derecho tiene al derecho demasiado torcido, no es previsible un buen horizonte de pacificación.

Por eso la apelación constante a los estados de excepción son una forma incluso lingüística de avalar la idea de que la “normalidad” no funciona justo en el punto donde se le exige respuestas: la seguridad de los ciudadanos.

 

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