Por: Titán.

Escribo estas líneas inmerso en una terrible desazón y tristeza; tal vez, como nos encontramos la mayoría de los ecuatorianos. Escribo desde el privilegio de ser una persona de clase media alta, que tuvo la suerte de haber nacido en una familia con comodidades, sin necesidades apremiantes y, a la vez, desde una profunda conciencia social que, en mi vida adulta, tuve la oportunidad de desarrollar.

Pero, sobre todo, escribo desde un sentimiento de indefensión, abandono y la angustia permanente de vivir o, más bien, sobrevivir cada día en esta inconmensurable herida abierta en que se ha convertido Ecuador.

Y es que, de un tiempo para acá, ya no es lo mismo.

Ya no es lo mismo salir a las calles de mi ciudad, ya sea para ir o salir del trabajo, sin sentir que puedo ser asaltado o asesinado por un simple teléfono o por los cada vez más escasos billetes que tengo en la billetera. Ya no es lo mismo sentarme en una cafetería sólo, con mi esposa o mis amigos, sin sentirme invadido por la sensación de que lo peor podría ocurrir, en cualquier momento.

Ya no es lo mismo ir a una institución pública, ya sea para sacar mi cédula, mi pasaporte o hacer cualquier trámite, sin sentirme maltratado, vejado, sorprendido por el terrible servicio y asaltado por las coimas que pretenden imponerme aquellos tramitadores que, por un corto lapso, desaparecieron sin dejar rastro alguno de su hedor a sapada y aprovechamiento ante la necesidad. Y ya no es lo mismo, porque si no te dejas engullir por ese sistema putrefacto y quieres hacer las cosas bien, no puedes, y tus trámites quedan en el olvido de una carpeta física archivada que nadie, nunca, volverá a abrir.

Ya no es lo mismo ir a un hospital público y tener la confianza de que, si me enfermo, por más leve que sea mi dolencia, recibiré un trato rápido, amable y las medicinas adecuadas para mi enfermedad sin costarme un centavo y, si fuese una enfermedad grave o catastrófica, tener la tranquilidad de que podrán ayudarme a sobrellevar mi enfermedad sin temor a que mi familia y yo nos quedemos en la ruina.

Definitivamente, no hubiese sido lo mismo para mi madre. Si el cáncer de seno que la atacó hace diez años se hubiese presentado en estos tiempos, tal vez no estuviera viva y sana, como hoy está.

Ya no es lo mismo para los hijos de Cristina, la asistente doméstica que trabaja en mi casa, que alguna vez iban entusiasmados a sus colegios y universidades públicas equipadas y con docentes capacitados, con sus ojos brillando por la esperanza y la seguridad de que tendrían oportunidades y un futuro mejor dentro de nuestro país, y no ser maltratados y humillados en otras tierras, con gente extraña y alejados de los suyos.

Ya no es lo mismo para las millones de familias ecuatorianas que comen con lo poco que hacen en un día y que subsisten con lo mínimo, cuando antes tenían mayor poder adquisitivo, una vida digna y un trabajo que hacía, a mujeres y hombres, sentirse valiosos y protegidos por las leyes laborales ante los abusos empresariales que se presentaban.

Ya no es lo mismo ver la televisión y encontrar programas basura en cualquier franja horaria, sin ningún tipo de control y a una prensa servil a los intereses de los poderosos que, en nombre de la libertad de expresión cuya esencia mancillan permanentemente y sin el más mínimo ápice de vergüenza, miente, dice verdades a medias o simplemente calla, mientras el país se cae a pedazos, dejándonos a nosotros, los ciudadanos, abandonados a nuestra suerte.

Ya no es lo mismo para todos, pues vivimos atemorizados y desconfiados de aquellas instituciones que, se supone, deben brindarnos protección, soporte y ayuda, como la Policía y las Fuerzas Armadas, cuyas filas se encuentran infestadas de corrupción, asesinos y feminicidas.

No. Ya no es lo mismo.

Y es que hay días, como este, en los que me da por pensar que, tal vez, ya nunca más será lo mismo.

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