Norberto Emmerich y Carla Álvarez

La pizzería Little Caesars está en el medio de la populosa e industrial Ciudad Juárez.
Es parte de una cadena global muy popular en México y el local se muestra de cara a la avenida dentro de una gran plaza comercial.

Hasta allí llegaron los disparos de la pandilla de Los Mexicles que mataron a cuatro periodistas de Megaradio, el pasado jueves 11 de agosto, a raíz de una “entrega” traicionera acaecida en la cárcel N° 3, donde 3 presos fueron asesinados. Una balacera caótica recorrió toda la ciudad sin destinatarios premeditados; el ataque le
tocó a cualquiera, dos mujeres asfixiadas en un autoservicio incendiado, un menor de 12 años, tiendas diversas, gasolineras. La jornada terminó con 11 muertos, la mayoría no vinculados a carteles del narcotráfico, como si fuera un “berrinche” al galope, ahora contra la sociedad civil.

Al día siguiente una epidemia de quema de vehículos asoló varias ciudades de Baja California, empezando por la gran ciudad de Tijuana y pasando por la capital Mexicali, Tecate, Rosarito y Ensenada. Algo similar sucedió al mismo tiempo en Michoacán, en la costa del Pacífico.

Aunque la Secretaría de la Defensa Nacional afirmó que estas acciones “tienen un propósito de propaganda criminal” lo cierto es que comienza a difundirse la idea de ataques terroristas. El narcotráfico mexicano se cuidó de no atacar al gobierno, a Estados Unidos, ni a la población civil. No siempre pudo cuidar tajantemente esa frontera de autoprotección, pero se mantuvo alineado a esa marca que ahora ha roto en varios eslabones al mismo tiempo.

En el año 2019, el entonces presidente Donald Trump buscó incluir a los carteles mexicanos en la lista de organizaciones terroristas, lo que fue desestimado de manera cortante por el gobierno de López Obrador. El canciller Marcelo Ebrard afirmó rotundamente que “México no admitirá nunca acción alguna que signifique violación
a su soberanía nacional. Actuaremos con firmeza”.

En el mismo momento, y muy lejos de la frontera norte latinoamericana, una bomba dejaba cinco muertos y más de 20 heridos en el populoso y empobrecido barrio bautizado como “Cristo del Consuelo”, ubicado en la ciudad costera de Guayaquil, donde está el puerto más importante de Ecuador.

En lo que va del año ya se han vivido en el país unos 180 ataques con explosivos y evidentemente lo acontecido en el Cristo del Consuelo no es único. Sin embargo, el uso de explosivos por parte de la delincuencia y del narcotráfico son inéditos en el país y más todavía lo son los ataques a la sociedad civil.

La violencia sigue en aumento, en cantidad y en brutalidad. Los hechos violentos han convertido a Ecuador en noticia internacional, al menos desde hace dos años: masacres carcelarias con cientos de muertos dentro, decapitados, cadáveres colgados de puentes, y ahora el uso de bombas para amedrentar a la sociedad civil.
Todo esto es difícil de procesar para un país y para una sociedad, que siempre se habían considerado a sí misma como una isla de paz.

La versión oficial responsabiliza de la detonación en el Cristo del Consuelo a una de las pandillas más poderosas del país, “Los Tiguerones”, cuya fuerza radica en la amplitud de su base social y evidentemente en los ingentes ingresos que les genera el control de las rutas de paso de la droga por el territorio ecuatoriano más la venta de sustancias en el mercado interno. Otras fuentes desmienten la versión oficial y señalan que este ataque responde a las formas en que la policía está llevando adelante su lucha contra el narcotráfico: delaciones, sobornos, recompensas (en dinero o libertad), entre otros métodos oscuros. Sea cual fuere la versión que corresponde a la realidad, lo cierto es que ambas han derivado en una suerte de narco-terrorismo, o eso dicen ante los micrófonos los “expertos” consultados.
La apelación al narco-terrorismo no es nueva y la semejanza de estos ataques con las prácticas terroristas implica someterse a una fuerte presión internacional, algo que le agrega más peligro. Se dice que estos ataques son una “declaración de poder dirigida al Estado y a su población, un recordatorio de quién manda”. La afirmación
es interesante, pero está cargada de ideología y de visiones teleológicas, que utilizan a la realidad como excusa para etiquetar los procesos sociales con argumentos reviamente seleccionados.

Tanto en México como en Ecuador sobran los reclamos de intervención militar y los estados de excepción, pero hacen falta buenas políticas sociales y de seguridad, pero sobre todo, hace falta valentía política para reconocerlo y para ponerlas en marcha.

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