Iván Sierra

En el lejano 1992 la ciudadanía guayaquileña -una ciudadanía bastante rebelde, no ésta de 2022 que más adelante describiré- puso en manos de León Febres Cordero la reconstrucción de una ciudad destruida por el paso de un huracán cuyo nombre conocemos. Empezaba, no lo sabíamos en ese entonces, a gestarse un modelo de gestión municipal que nos acompañaría por varias décadas.

El modelo fue a todas luces exitoso en los primeros años. El ente municipal recuperó su institucionalidad, emprendió obras emblemáticas, atendió a sectores populares y devolvió la autoestima a la ciudadanía.

Luego vinieron años de matices: obras de relumbrón, partidización de la gestión municipal y praxis de exclusión social que muchos medios de comunicación ayudaron a disimular. Al final, ha llegado la bufonada salpimentada con obra social insuficiente y desarticulada.

Estamos, claramente, viviendo el deterioro profundo del modelo ‘exitoso’.

A pesar de las diferencias cualitativas, los últimos treinta años de gestión municipal en Guayaquil han tenido tres características inobjetables: dispersión, corporativización y ordinariez.

Desde el urbanismo, James Kunstler, y desde la sociología, Pierre Bourdieu y Robert Putnam, hicieron en su tiempo severas críticas y advertencias sobre las consecuencias de la dispersión o fragmentación urbana: la extensión horizontal de las ciudades incluso fuera de sus linderos territoriales arrasando con tierras agrícolas y alejando -dispersando- a enormes grupos sociales del centro de la ciudad. Solo por mencionar uno de sus efectos más graves, la pérdida del capital social (la civitas romana) que es lo que permite la cohesión de la sociedad a través de la proximidad, la confianza y el trabajo colectivo.

El modelo ‘exitoso’ no solo no pudo detener la fragmentación urbana sino que, incluso, hubo años en que parecía promoverla.

La corporativización de los espacios públicos se disfrazó de administración eficaz, conservación del orden y coquetos adoquines. Y las palmeras se convirtieron en una marca registrada. Pero detrás estaban -están todavía- los negocios de las fundaciones que administran (y lucran) los espacios públicos, con la idea subyacente de que si lo público no es económicamente rentable, es prescindible. Todo esto con la ayuda de la Policía Metropolitana, que regula con garrote. Así, por ejemplo, Guayaquil pasó 30 años sin construir un parque de grandes dimensiones. El artista Daniel Adum motejó a su ciudad como GuayaGris, y no le faltaron motivos.

El modelo ‘exitoso’ no solo corporativizó todo lo que pudo, sino que formó a dos generaciones con la idea de que los mejores espacios públicos -por ejemplo el Malecón 2000- son “turísticos”. Así nos lo dijeron cientos de personas abordadas en un reciente estudio realizado junto a un equipo de investigadores sociales. “Turísticos”, nos decían incluso con orgullo: muchos habitantes de la ciudad de Olmedo son turistas -es decir ajenos, extranjeros- en su propia tierra. Y no se dan cuenta.

El estilo del discurso es otra característica del modelo de gestión. Desde el “yo no me ahuevo jamás”, dicho por quien años antes había claudicado en Taura [“¿dónde más firmo?”], hasta los carajos de su sucesor municipal y las guarangadas de la actual alcaldesa. Convengamos que la Alcaldía de Guayaquil no es fuente de elevadas concepciones lingüísticas. No hay cómo esperar un discurso de alto nivel en las fiestas de julio, ni en las de octubre.

Esa narrativa y el estilo de gobernanza se condicen -eso hay que reconocer-, trascienden a la sociedad y nos influyen en el grito destemplado, la bacanería degradada en chabacanería y el culopropismo: de cuando en cuando pasamos del ‘Guayaquil puede solo’ o ‘si hacen falta motos [para la Policía Nacional], Guayaquil las pone’, a promover el federalismo, a pedir la duplicación de los recursos petroleros o a endilgarle al Gobierno Nacional todos los males de la ciudad. Al final, qué: ¿podemos o no podemos solos?

El discurso dominante en el modelo ‘exitoso’ es aspavientoso, chabacano, ordinario.

La ciudad es dispersa y caótica, cuenta con espacios públicos solamente para la contemplación regulada y no para el disfrute ciudadano y en el discurso político la chabacanería baja en cascadas desde las autoridades.

Todo esto ha convertido a buena parte de la rebelde Guayaquil en una ciudad conservadora y conformista, temerosa y paralizada, fragmentada e inválida.

El modelo está obsoleto. Es un televisor de los años ’90, de esos con cajón atrás, en el que todavía se pueden ver imágenes que, aunque borrosas, recuerdan a las sombras del mito de la caverna.

El modelo está obsoleto. Es una sartén que otrora tuvo teflón y en la que ahora todos los alimentos se pegan. Usarla es beber diariamente la cicuta.

Ahora, como en 1992, la ciudad necesita reinventarse.

 

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